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Derecho y naturaleza humana (página 2)



Partes: 1, 2

2.
¿Por qué existe el Derecho?

Si se acepta la necesidad de un cambio de
paradigma,
parece razonable sostener que toda forma operativa destinada a
evaluar el problema del fenómeno jurídico bajo la
perspectiva que podríamos denominar "naturalista"
debería empezar por una pregunta: ¿cómo es
posible el Derecho? O, dicho de otra forma, ¿cúal
es la función
del Derecho en el contexto de la existencia humana?

La explicación neodarwinista convencional
sostiene que disponer de normas de
conducta
supone una ventaja adaptativa, con lo que la pregunta original
sobre por qué creamos el Derecho, se transforma en
la de qué ha constituído (o constituye) la
ventaja selectiva o adaptativa del Derecho
. De no poder
responder a esta cuestión, la presencia del Derecho en
el universo
del existir humano seguirá siendo un enigma abierto a las
más disparatadas suposiciones.

Bien es verdad que un enfoque así podría
ser calificado de adaptacionista extremo. Tal vez las normas del
Derecho sean, en su origen, un subproducto de otras funciones
adaptativas desconocidas sobre las que se apoyaron. Pero lo
cierto es que, si las propuestas jurídicas necesitan de
determinados mecanismos cerebrales para ser procesadas, es
preciso explicar cuál es la razón de existencia de
dichos mecanismos.

El comportamiento
moral y social
está guiado, en términos profundos, por nuestra
arquitectura
cognitiva integrada funcionalmente en módulos o dominios
específicos, siempre que entendamos éstos como
redes neuronales
que enlazan zonas diversas del cerebro. En gran
medida dicha arquitectura es innata, pero necesita de los
estímulos ambientales —procedentes en primer
término del entorno social y
lingüístico— para completarse durante la
maduración ontogenética del invididuo. De tal modo,
sólo unos modelos
interaccionistas entre sustrato innato y medio ambiente
pueden describir de manera adecuada el fenómeno de la
obtención de las estructuras
neurológicas cuyo comportamiento funcional se traduce en
hechos como los juicios morales, los valores
asumidos por el individuo y la
toma de
decisiones, con las jurídicas en primer término
por lo que hace al enfoque de este trabajo.

Nuestra evolución como especie tuvo lugar, por lo
que sabemos, mediante mecanismos darwinianos y de acuerdo con
limitaciones darwinianas. Como consecuencia, la naturaleza del
ser humano no sólo circunscribe las condiciones de
posibilidad de nuestras sociedades
sino que, en particular, guía y pone límites al
conjunto institucional y normativo que regulará las
relaciones sociales. Las normas y los valores
asumidos por los seres humanos aparecen dentro de un proceso de
adaptación (darwiniana) , de gran complejidad, al mundo
cotidiano. A menos, pues, que aceptemos algunas propuestas
teológicas acerca del origen sobrenatural de la axiología, cualquier teoría
social normativa (o jurídica) que pretenda ser digna de
crédito
en la actualidad debe sustentarse en un modelo
darwiniano acerca de la naturaleza
humana (Rose, 2000).

3.
Bases neuronales del comportamiento social y
moral

Si damos por buena la afirmación anterior,
llegamos a una cadena causal que justifica parte del proceso de
la aparición del Derecho. Tiene que ver con la
circunstancia de la evolución filogenética, fijada
ya en nuestros antecesores del género
Homo, de unos cerebros lo bastante grandes y complejos
como para sustentar la arquitectura cognitiva que nos permite
realizar juicios evaluativos respecto del comportamiento. Pero la
obtención indudable durante la filogénesis humana
de unos cerebros más grandes y complejos plantea un
enigma. Dado que el tejido neuronal es el más "costoso" en
términos de necesidades biológicas y
energéticas (Aiello & Wheeler, 1995), no se puede
pensar que se consiguiera de forma accidental. Deben existir
beneficios importantes derivados de la disposición de
mayores cerebros. Pero ¿cuáles son esos beneficios?
¿En qué consisten?

La respuesta puede intentar buscarse mediante la
comparación de las conductas filogenéticamente
fijadas. Otras especies de cierta complejidad social resuelven
sus necesidades adaptativas por otras vías. Durante la
evolución de los seres vivos en nuestro planeta han
aparecido al menos cuatro veces los comportamientos altruistas
extremos en las llamadas "especies eusociales": los
himenópteros (hormigas, avispas, abejas, termitas), las
gambas parasitarias de las anémonas de los mares coralinos
(Synalpheus regalis, Duffy, 1996), las ratas-topo desnudas
(Heterocephalus glaber, O'Riain, Jarvis, & Faulkes,
1996) y los primates (con los humanos como mejor ejemplo). Pues
bien, ni los insectos sociales, ni las ratas topo ni las gambas
parasitarias disponen de un lenguaje como
el nuestro. Sus medios de
comunicación pueden ser muy complejos. Las abejas, por
ejemplo, efectúan un ejercicio de danza
específico para transmitir informaciones sobre la
localización y calidad de los
alimentos.
Incluso los animales de la
especie más cercana a la humana, los chimpancés,
disponen de una variada gama de gestos, gritos y otras conductas
para manifestar o disimular el miedo y la agresividad, a la vez
que manifiestan un cierto sentido de justicia,
muestran deseos de congraciarse y mantienen relaciones
sexuales complejas (de Waal, 1996). Pero jamás hacen
uso de un lenguaje de doble articulación con estructura
sintáctica.

El lenguaje, pues, puede ser considerado como la clave
para rastrear beneficios adaptativos capaces de suponer una
presión
adaptativa hacia los grandes cerebros de los seres
humanos.

La capacidad linguística propia de nuestra
especie, que es la herramienta más importante para la
transmisión de la cultura, nos
aporta ciertas ventajas claras en la estrategia de
supervivencia social que los sistemas de
comunicación más simples no
podrían sustentar. Sin embargo, seguimos sin saber por
qué la ventaja adaptativa del lenguaje humano es tan
grande como para llegar al punto de permitirnos conocer
"quién hizo qué a quién". Podemos predecir
en términos de conducta bien definidos las consecuencias
de las acciones de
nuestros congéneres pero, a la vez, no somos capaces de
dar una definición precisa de justicia o de delimitar en
qué aspecto la teoría del Derecho
natural es preferible a la de un positivismo
más sosegado.

Para intentar entender y superar la oscuridad
tradicional de las discusiones teóricas en el análisis del Derecho quiza la perspectiva
mejor sea la funcional, es decir, aquella que no parte de una
supuesta (y a veces reducionista y/o eclética) perspectiva
axiológica, sociológica o estructural, sino que
intenta dilucidar sólo para qué sirve el
Derecho en el ámbito de la existencia humana. El punto de
partida funcional no obliga a recurrir al expediente
retórico (relativista o tradicional) de condicionar
el
conocimiento jurídico a los límites oscuros de
la revelación de unas teorías
que trascienden la comprensión y la propia experiencia
humana. No es necesario plantear la existencia de verdades
jurídicas independientes que nuestra inteligencia
no es capaz de procesar y entender, ni hay que dar por
inabordables las razones que justifican la existencia del Derecho
como uno de los aspectos esenciales de la vida en grupo.

Una vez situado el planteamento sobre el Derecho en una
dimensión evolucionista y funcional, parece razonable
partir de la hipotesis (empíricamente fértil) de
que el Derecho aparece y se justifica por la necesidad de
competir con éxito
en una vida social compleja. Al enfrentarse nuestros ancestros
homínidos con los problemas
adaptativos asociados a la vida grupal compleja, aparecieron las
presiones selectivas en favor de órganos de procesamiento
cognitivo capaces de manejar el universo de
normas y valores. Se trata, insistimos, de una hipótesis. Pero es al menos la misma que
justifica el tipo de comportamiento social y las capacidades
cognitivas de otros primates (Humphrey, 1976). Aparecería
así la optimización funcional y adaptativa
del mecanismo de interacción de unas ciertas formas
elementales de sociabilidad que parecen estar arraigadas en la
estructura de nuestra arquitectura mental.

¿Cuáles serían dichas
formas?

Al intentar dar respuesta a muchos de los interrogantes
sobre la manera como la
organización de la mente humana afecta a las
relaciones sociales y condiciona nuestras intuiciones morales,
Alan P. Fiske (1993) planteó que existen cuatro formas
elementales de sociabilidad, cuatro modelos elementales a
través de los cuales los humanos construimos unos procesos en
cierto modo consencuados de interacción social y de
estructura
social. Los cuatro modelos elementales propuestos por Fiske
son los de: 1) comunidad (comunal sharing) ;
2) autoridad (authority ranking); 3)
proporcionalidad (market pricing); e 4) igualdad
(equality matching). Esas cuatro estructuras se encuentran
de forma muy extendida en todas las culturas humanas examinadas
por Fiske y forman parte de los ambitos más importantes de
la vida social. Como única explicación posible de
ese hecho, el autor sugiere que estan arraigadas en las
estructuras de la mente humana.

Una vez que parece impensable el tratar la
relación jurídica (o sea, las relaciones personales
de los individuos humanos que el discurso
jurídico identifica como tales) sin tomar como referencia
la interacción social, un simple examen de las
características de los cuatro tipos de vínculos
sociales relacionales propuestos por Fiske permite descubrir
vías firmes de articulación de esas formas de vida
social: modos adecuados de combinarlas, de potenciar y cultivar
sus mejores lados, y de mitigar o yugular sus lados destructivos
y peligrosos. Esa práctica tiene una consecuencia
importante: en la medida en que se admite que el derecho y el
"orden" tienen un caracter relacional, la
realización del derecho desde una perspectiva
instrumental, pragmática y dinámica pasa a ser concebida como un
intento, como una técnica para la solución de
determinados problemas prácticos relativos a la conducta
en la interferencia intersubjectiva de los individuos
(Kaufmann,1997; Atienza, 2003). La manera mejor de lograr la
plasmación de las formas elementales de sociabilidad
—comunidad,
autoridad,
proporcionalidad e igualdad— sería la de ir
desarrollando instrumentos jurídicos adecuados a su justa
y equilibrada articulación. Se trata, en definitiva, de
una vía que conduce a considerar el derecho como
argumentación y presupone, utiliza y, en cierto modo, da
sentido a las demás perspectivas teóricas
relacionadas con las dimensiones estructural, sociológica
y axiológica del fenomeno jurídico. Por
consiguiente, parece razonable suponer que cualquer propuesta
teórica de discurso jurídico debe considerar la
circunstancia de que la argumentación que se
efectúa en la vida jurídica es, en esencia, una
argumentación sobre las diversas vias por medio de las
cuales se articulan esas cuatro formas de vida social arraigadas
en la compleja estructura de la mente humana e irreductibles
entre sí (Atahualpa Fernandez, 2002).

Una explicación darwinista sobre la
evolución del Derecho entendido de esa forma supone que
las normas de conducta (en este caso, de naturaleza
jurídica) representarán una ventaja selectiva o
adaptativa para una especie en esencia social, como la nuestra,
que de otro modo no habría podido prosperar. Tales normas
plasmaron la necesidad de posesión de un mecanismo
operativo que permitiera habilitar públicamente nuestra
capacidad innata de inferir los estados mentales y de predecir el
comportamiento de los indivíduos. De tal manera se
ampliaría el conocimiento
social entre los miembros del grupo y se desarrollaría la
capacidad de resolver conflictos
sociales sin necesidad de recurrir a formas de
jerarquización y organización social típicas de
numerosas especies animales como es la de la agresividad. Un
mecanismo normativo jurídico supone la posibilidad de
ofrecer soluciones a
los problemas adaptativos prácticos delimitando por una
vía no conflictiva los campos en que los intereses
individuales pueden ser válida y socialmente ejercidos
(Ricoeur, 1999).

4. La perspectiva del "otro": cooperación
avanzada

Para lograr, dentro de la filogénesis humana, un
conjunto mente/cerebro capaz de producir, entender y utilizar el
universo normativo como herramienta para la adaptación
individual dentro del grupo y del propio grupo dentro de su
entorno hay un elemento clave que merece un análisis: el
de la comprensión y anticipación de las reacciones
del "otro".

El reconocimiento en la vida social del otro va unido al
reconocimiento del propio yo. La capacidad para
autointerpretarnos es inseparable de la adquisición de la
capacidad para interpretar a los otros, de leer sus mentes, de
entenderles y de entendernos a nosotros mismos como seres
intencionales. En tanto que individuos reflexivos, llegamos a
conocernos a nosotros mismos en parte a través de los ojos
de los demás, y cuando nos observamos en relación
con los otros una parte muy importante de nuestra experiencia es
nuestra visión imaginada acerca de cómo nos ven los
demás miembros del grupo.

Esta capacidad de autoobservación a través
del espejo ajeno es una de las bases de la vida social humana y
la esencia de lo que significa en verdad autodenominarnos "seres
sociales". De hecho, es también un punto crucial en
algunos de los modelos matemáticos refinados de la
evolución de los agentes sociales. Por ejemplo, Nowak y
Sigmund (1998) ofrecieron un modelo de simulación
del desarrollo de
grupos
cooperativos en el que la reciprocidad indirecta en las ayudas se
obtenía no tanto mediante la cooperación efectiva
como gracias a contar con una "imagen" de
cooperador (Nowak & Sigmund, 1998; Wedekind, 1998).
Volveremos de inmediato sobre este punto.

La manera como pudo fijarse en la evolución de
los homínidos la facultad mental de identificación
del "otro" como ser intencional sólo puede plantearse de
forma especulativa, pero se ha señalado que la necesidad
de adaptarse a los nuevos hábitats abiertos de la sabana
africana mediante el uso de útiles de piedra en tareas de
caza y carroñeo podría haber supuesto una
presión selectiva suficiente para establecer fuertes
tendencias sociales y favorecer el ulterior avance de las
capacidades cognitivas relacionadas con la
comunicación y asociación simbólica. Eso
es tanto como decir que las bases neurofisiologicas para el lenguaje,
el pensamiento,
la intercomunicación proposicional y la lectura de
la mente podrían haberse iniciado no en la etapa final de
la hominización, con Homo sapiens, sino en los
momentos iniciales dentro de la especie Homo habilis
(Tobias, 1987a; Tobias, 1987b). Al margen de lo acertado que
pueda ser el modelo de la adquisición temprana en el
género Homo de capacidades cognitivas propias y
distintivas, lo cierto es que dentro de ese género y a
partir sobre todo, de Homo erectus se producen incrementos
extraalométricos del cerebro (superiores al del propio
aumento del tamaño del cuerpo). Terrence Deacon ha
precisado todavía más la hipótesis
apuntando a ciertos cambios en la corteza frontal —ya
dentro de Homo sapiens— como responsables de la
aparición de las complejas capacidades cognitivas humanas
(Deacon, 1997; Deacon, 1996). La corteza frontal alberga
funciones como la planificación y la toma de decisiones que
parecen derivadas
más de la necesidad de interaccionar con los miembros de
un grupo social complejo que de la resolución de otros
problemas relacionados con el medio ambiente.

Se diría, pues, que una de las principales
presiones que condujeron a los humanos a evolucionar en la forma
en que lo hicieron fueron los propios humanos en su
dimensión social. Es mucho más difícil,
desde luego, poder predecir el comportamiento del prójimo
que hacer lo mismo con la sucesión de las estaciones a lo
largo del año, repetidas de manera sistemática a lo
largo de siglos. Las mismas razones a las que aludíamos
antes respecto de la necesidad de justificar la aparición
del tejido cerebral costoso se aplican en mayor medida aún
por lo que hace a la última expansión del
córtex en los seres humanos de aspecto moderno.

Es probable que la mejor razón existente del gran
desarrollo neocortical del Homo sapiens deba referirse a
un fenómeno cognitivo ligado al reconocimiento del otro y
la valoración de su conducta: el tratamiento de la
reciprocidad entendido como "función propia" de los
humanos.

La noción de "función propia" fue
acuñada por Ruth Millikan en 1984 y se refiere a los
contituyentes esenciales y exclusivos de la forma de actuar de
nuestra especie, que se considiera ligada a la naturaleza propia
de cualquier ser humano al margen de diferencias temporales o
geográficas. Según Domènech (1998), el
último Hayek se mostró muy preocupado por las
implicaciones de un concepto
así, ya que veía en la existencia de "funciones
propias" de nuestras intuiciones morales una amenaza y una fuente
incegable de descontento y oposición para el orden social
capitalista ultraliberal defendido por von Hayek. Como dice
éste: "Los instintos innatos del hombre no lo
son a proposito para una sociedad como
la que vivimos. Los instintos estaban adaptados a la vida en
pequeños grupos (…). Sólo la civilización
ha traído individualización y
diferenciación. El pensamiento primitivo consiste
fundamentalmente en sentimientos comunes de los miembros de los
pequeños grupos. El colectivismo moderno es una
recaída en ese estado
salvaje, un intento de reconstruir esos fuertes vínculos
que se dan en los grupos limitados.."(von Hayek, 1983:
164-165). Pero la incomodidad que pueda producir un concepto
así no es el verdadero problema. La cuestión
esencial es la de en qué medida pueden detectarse y
documentarse funciones propias en los orígenes de la
socialización humana y hasta qué
punto continúan esas funciones marcando el terreno de las
intuiciones morales como sistema de
convivencia. Porque, de ser así, el intento de rehuir el
"estado salvaje" —léase "natural"—
podría convertirse no sólo en algo erróneo
sino muy peligroso.

¿Es posible documentar tales "funciones propias"
del ser humano?

Inferir y predecir el comportamiento de los
demás, mantener la cohesión social y la
cooperación intragrupal y resolver problemas rutinarios de
supervivencia, de reproducción, de intercambio social en la
vida en grupo son necesidades que, en nuestra especie, han
conducido a la fijación de mecanismos muy sutiles para la
evaluación de las actitudes
cooperativas.
Los problemas que plantea para un grupo de cooperadores la
existencia de egoistas camuflados de altruistas, y la necesidad
de identificar y castigar a quienes suponen una carga social
así, es un aspecto que la sociobiología y la
etología ha tratado con frecuencia.

De hecho, los estudios realizados por Cosmides y sus
colaboradores sugieren que la selección
natural podría haber fijado en el cerebro humano ciertos
circuitos
especializados en el análisis de los intercambios
sociales, capaces de detectar las conductas engañosas
(Cosmides,1989; Stone, Cosmides, Tooby, Kroll, & Knight,
2002; Sugiyama, Tooby, & Cosmides, 2002). De tal suerte, el
establecimiento de "contratos"
cooperativos sería más que una propensión
cultural universal: supondría un rasgo humano
característico de nuestra especie, tan
característico como el lenguaje y el pensamiento
abstracto. Significaría de hecho el principal factor de
condicionamento y desarrollo de las capacidades cognitivas de las
personas, de las relaciones, de los motivos, de las emociones y de
las intenciones que se manifiestan en el entorno
social.

De acuerdo con Ridley (1996), la reciprocidad pende como
la espada de Damocles sobre la cabeza de cada ser humano:
obligación, deber, deuda, favor, ajuste, contrato, cambio,
negocio… Lo que no falta en nuestro lenguaje y en nuestra vida
son las ideas de reciprocidad y de cambio social. Lo que los
demás hacen con (y por) nosotros y piensan de nuestros
comportamientos tiene una gran importancia para nuestras
actitudes morales. Gracias al principio de reciprocidad y del
razonamiento en terminos de contrato social
las relaciones cooperativas se han convertido en una base
práctica de la vida social. El sentido del endeudamiento,
de la necesidad de devolver un regalo o un favor, parece ser
universal y corresponder probablemente a una
predisposición innata evolucionada en un linaje, el del
género Homo, cuyos vínculos sociales se
establecieron en un mundo de cazadores-recolectores para los que
la supervivencia diaria dependia del grado de intercambio social
y de la fuerza de
cohesión de los vínculos sociales creados entre los
miembros del grupo.

En realidad, una de las consecuencias más
importantes de los experimentos
pioneros de Cosmides y colaboradores a los que aludíamos
antes es el hecho de que se obtuvieron indicios firmes de que la
formación de un contrato no es el producto de
una única facultad racional que opera por igual a
través de todos los acuerdos establecidos entre las partes
que negocian. El proceso incluye una capacidad, la
detección del engaño, que se ha desarrollado
hasta niveles excepcionales de agudeza y cálculo
rápido. La detección del "tramposo" destaca sobre
la detección del mero error y alcanza la cuestión
básica del establecimiento de las relaciones sociales,
altruistas o no. Un contrato, así, es una
implicación de la forma "si quieres obtener un
benefício, tienes que satisfacer un requisito". Los
tramposos que pretenden llevarse el beneficio sin satisfacer el
requisito (Pinker, 2000) deben poder ser detectados.

La capacidad de detección es desencadenada como
un procedimiento
computacional sólo cuando se especifican los costes y los
beneficios de un contrato social. Más que el error,
más que las buenas razones, y más incluso que el
margen de beneficio, lo que atrae la atención es la posibilidad de que otros nos
engañe: algo así activa nuestras intuiciones y
emociones morales y sirve de fuente principal para la
aparición de actitudes hostiles; en suma, el engaño
desequilibra los cuatro vínculos sociales relacionales
— comunidad, autoridad, proporcionalidad e igualdad—
presentes en nuestros intercambios sociales. De tal manera, la
mente humana parece disponer de un detector de mentiras con una
lógica
propia: cuando la referencia estándar de "juego limpio"
y el resultado del detector de mentiras coinciden, las personas
actúan por lo general (aunque no siempre) siguiendo la
lógica racional establecida por el modelo del Homo
aeconomicus
; cuando las referencias y las detecciones se
separan, aparece otro orden de pensamiento destinado a castigar
las trampas.

En realidad el concepto de trampa puede alcanzar incluso
cotas muy sutiles. Consideremos el llamado juego del
ultimátum, en el que un primer actor A1 debe ofrecer a un
segundo A2 una parte de la cantidad de dinero que se
le ofrece al primero, de forma que si el segundo acepta lo
ofrecido ambos obtienen su premio y, si lo rechaza, ambos se
quedan sin nada. Una idea de la lógica racional humana
llevaría a entender que A2 debe aceptar cualquier cantidad
que A1 le ofrezca; al fin y al cabo siempre será
más que nada. Pero no sucede así; por debajo de un
determinado porcentaje de reparto, los sujetos de los
experimentos rechazan el acuerdo. Tal vez lo más
interesante al respecto sea la identificación, por parte
de Sanfey y colaboradores (Sanfey, Rilling, Aronson, Nystrom,
& Cohen, 2003) de las áreas cerebrales implicadas en
esa decisión de raíz estrechamente ligada a un
sentido de la justicia: resultan ser las mismas que, en el modelo
de Damasio del marcador somático (Damasio, 1994) forman
parte de la red neuronal de
interconexión fronto-límbica.

Nuestras mentes, dicen Sober y Wilson (2000), han sido
formadas por mecanismos psicologicos que evolucionaron para
favorecer un comportamiento adaptativo relacionado con el
interés
por el bienestar de los demás y con las predisposiciones
típicas de una especie diseñada para ser social,
fidedigna y cooperadora. Los seres humanos estan inmersos en los
instintos sociales: vienen al mundo equipados con
predisposiciones para aprender a cooperar, a distinguir al justo
del tramposo, a ser leales, a conquistar buena reputación,
a intercambiar productos e
informaciones, a dividir el trabajo y a
moldear la individualidad y sus vinculos sociales a partir de las
reacciones del otro. En eso, somos únicos. Y en una medida
esencial lo somos gracias a la manera como funcionan nuestros
cerebros.

5. Modularidad mental

¿Cómo lo hacen? Uno de los aspectos
más complejos y a la vez más interesantes para
cualquier investigación que se plantee el estudio de
las funciones del cerebro humano es el carácter modular de éste. La
propuesta hipotética más dedicida acerca de la
existencia de módulos cerebrales encargados del
procesamiento de determinadas funciones mentales fue realizada
dentro del denominado "funcionalismo
cognitivo" de Fodor y Chomsky. Pese a las grandes diferencias que
plantea la teoría modular de uno y otro (vid. Cela Conde
& Marty, 1998), los principales puntos comunes que cabe
considerar a los efectos de este artículo son: (1) La
mente es un estado funcional del cerebro (cosa que implica negar
cualquier dualismo que, como el cartesiano, otorgue a la mente un
estatuto ontológico separado del biológico propio
del cerebro e independiente de él); (2) los
acontecimientos cerebrales que conducen a las funciones mentales
lo hacen mediante procesos computacionales (se basan, pues, en
el estado
"activado" o "desactivado" de los elementos básicos que se
interconectan: las neuronas); (3) cada función cognitiva
puede considerarse un "módulo" de nuestra arquitectura
mental (el equivalente de un "órgano" cuyo dominio es
específico: lenguaje, capacidad numérica, etc.);
(4) los módulos funcionan a partir de componentes
cerebrales en gran medida innatos (aunque necesitan de elementos
ambientales para llegar, durante la ontogénesis del
individuo, a la madurez de los órganos
mentales).

La modularidad mental ha sido entendida de manera muy
diversa, como decimos, por los distintos autores del
funcionalismo computacional. El planteamiento más
interesante a los efectos de lo que aquí se aborda es el
de Noam Chomsky, por dos razones. La primera, que su arquitectura
cognitiva es compatible en buena medida con los hallazgos de las
neurociencias. La segunda, muy relacionada con la anterior, que
se dispone de algunas descripciones empíricas acerca de
los componentes neurológicos de tales órganos
mentales. Pero antes de entrar en ellos es interesante detenernos
a considerar un aspecto crucial: el de la interacción
entre los procesos cerebrales y el entorno formado, por lo que a
nuestra especie se refiere, por un grupo en estrecha convivencia
social.

Detengámonos en la consideración de una
función mental muy bien conocida: la del lenguaje. El
modelo chomskiano de desarrollo de la competencia
lingüística pasa por la presencia en
los componentes genéticos de la naturaleza humana de unas
capacidades que otorgan a cualquier recién nacido la
posibilidad de desarrollar una lengua
determinada. Esos componentes tienen que ser tan potentes y
completos como para permitir que el lenguaje creador de gran
precisión sintáctica y semántica se logre en un tiempo muy
breve —unos pocos años— y sin un programa
específico de enseñanza. Pero los componentes innatos no
pueden ser tan amplios como para imponer la gramática de un lenguaje en particular.
Cualquier niño, de la etnia que sea,
aprenderá la lengua del grupo en cuyo seno crece. La
dimensión social del lenguaje impone, pues, sus
pautas.

¿Cabe extender el mismo modelo de desarrollo de
competencias a
otros módulos/órganos mentales? La respuesta parece
ser afirmativa. El cerebro alcanza su madurez durante la
ontogenia también por lo que respecta a cualquier otro
módulo u "órgano" mental, y no sólo el del
lenguaje. Parece razonable admitir, pues, que nuestras
valoraciones son, en buena medida, el resultado de dos dominios
en permanente estado de interacción: (A) un conjunto de
determinaciones genéticas que nos estimulan a mantener
actitudes morales, a evaluar y preferir, y que pertenece al
genoma común de nuestra especie; y (B) un conjunto de
valores morales del grupo que es una construcción cultural de tal forma que
dicha construcción (y la transmisión) de los
valores tiene lugar de manera histórica en cada sociedad y
en cada época. De la interacción resulta un
universo de preferencias que no es libre de tomar cualquier
camino. Nuestras valoraciones quedan determinadas a grandes
rasgos por la tendencia innata hacia determinadas conductas, que
puede considerarse la verdadera fuente de los valores
humanos. Es importante tenerlo en cuenta porque las
valoraciones morales y jurídicas compartidas son las que
tienen más probabilidades de éxito en el futuro.
Parece conveniente aprovechar ese hecho, en la medida de lo
posible, a la hora de adecuar los preceptos éticos y
normativos.

Como sostiene Antonio Damasio (2001), los valores
éticos constituyen estrategias
adquiridas para la supervivencia de los individuos de nuestra
especie, pero tales habilidades adquiridas encuentran un apoyo
neurofisiológico en los sistemas neuronales de base que
ejecutan las conductas instintivas. Los procesos cerebrales que
tienen una relación con las emociones estan profundamente
articulados con los que realizan cálculos de
evaluación, mediante el establecimiento de redes
neuronales que conectan el lóbulo frontal con el
sistema límbico. Así que si el juicio
etico-jurídico está basado en razonamientos de
evaluación, pero también en emociones y
sentimientos morales llevados a cabo por el cerebro, no puede ser
considerado como totalmente independiente de la constitución y del funcionamiento de ese
órgano adquirido en la historia evolutiva propia de
nuestra especie.

De ser así, nos encontramos con un papel
importantísimo de la convivencia social: el de dirigir el
componente innato humano hacia unos ciertos dominios
particulares. Cabe imaginar numerosos guiones evolutivos en los
que un esquema así, de interacción entre la
naturaleza individual de seres que viven en grupo y la presencia
de valores culturales colectivos, proporciona ventajas
adaptativas ingentes. Pero dentro de esa multitud de
hipótesis hay una que estamos obligados a considerar de
inmediato: la del Derecho como parte de ese entorno cultural. La
"certeza jurídica" puede ser entendida muy bien dentro del
modelo como solución socio-cultural a los problemas
adaptativos relacionados con la capacidad y necesidad de predecir
las acciones de los miembros del grupo y sus consecuencias
.

El origen y evolución de nuestro "comportamiento
contractual", es decir, del Derecho como artefacto de la cultura,
permite entender que los preceptos morales y las normas
jurídicas son el resultado de un largo camino de
adaptación a lo largo del tiempo transcurrido desde la
aparición de nuestra especie. La transmisión
cultural es adaptativa desde su mismo origen al permitir que los
individuos disminuyan el tiempo y los costes necesarios para
el aprendizaje
de una conducta en terminos de eficacia
evolutiva (Boyd y Richerson, 1985). Respecto del artefacto
cultural denominado Derecho, cabría decir lo
mismo.

6.
El universo natural del Derecho

Como seres intencionales, cualquier acción
de los humanos –es decir, cualquier movimiento,
cualquier pensamiento, cualquier sentimiento o emoción que
tengan propósitos intencionales– responde a la forma
específica como la seleción natural moldeó
nuestro cerebro dotándole de una ventaja adaptativa. Los
objetivos de
nuestras acciones se alcanzan por medio de estrategias
estrictamente vinculadas a la naturaleza humana, sin perjuicio
– claro está- de admitir amplias variaciones
resultantes de la inserción en el entorno socio-cultural
en que se vive. La cultura influye tanto en el sentido de
acentuar como de rebajar las tendencias más profundamente
enraizadas en la naturaleza humana.

Esa doble acción naturaleza/cultura produjo,
durante el largo curso de nuestro proceso evolutivo, algunas
estrategias y mecanismos diseñados con la intención
de que sirvieran para resolver determinados problemas
adaptativos. Si el propósito se alcanza, decimos de tales
mecanismos y estrategias que tienen valor (que son buenos)
y, como tal, son capaces de ir acumulando tradiciones que, aunque
en trance continuo de renovación, se transmiten de
generación en generación mediante actuaciones
individuales de personas a las que influye por ese triple
conjunto de elementos procedentes de la naturaleza, la cultura y
la historia, tanto reciente como remota, de la
humanidad.

Ante un panorama así, de diversidad temporal y
cultural tan amplia, la hipótesis de que todos los humanos
sin excepción significativa tienden a valorar como "buena"
una misma cosa llevaría a afirmar que no puede ser porque
nos hayamos puesto todos de acuerdo sobre su bondad. Tal valor
compartido se asentaría en la psicología natural de
la especie humana al dar una solución efectiva a los
problemas adaptativos del momento.

¿Existen universales así, ya sean
positivos o negativos? Todos los humanos parecen valorar, por
ejemplo, la cooperación intragrupal, pero
desconfían al mismo tiempo de la cooperación
intergrupal cuando es propuesta desde fuera. Valoramos la
cohesión de grupo, las relaciones de parentesco, la
sumisión u obediencia a un líder,
la capacidad de ascender en la jerarquía social, la
conducta altruista, la protección a la infancia y el
aprendizaje de
los pequeños, las alianzas estratégicas, la
amistad, el
sexo, el
alboroto moderado, las relaciones de intercambio, el riesgo
controlado; valoramos la sinceridad, pero también la
reciprocidad y la seguridad, y
abominamos del engaño y la injusticia —al menos
cuando nos afecta en persona a
nosotros. Por qué es así cabe ser explicado
sólo de una forma: porque la evolución por
selección natural produjo una mente humana con los
parámetros necesarios para comportarse de ese modo
típico de nuestra especie.

La selección natural ha moldeado nuestro cerebro
con el resultado de que nos importan más unas cosas que
otras. Nuestra arquitectura cognitiva –funcionalmente
integrada y de domínio-específico homogéneo
para todos los seres humanos — impone constricciones
fuertes para la percepción, almacenamiento y
transmisión discriminatoria de representaciones
socio-culturales. Dicho de otro modo, los limites observados en
la diversidad de los enunciados éticos y normativos son el
reflejo de la estructura y funcionamiento de nuestra arquitectura
cognitiva. Las caracteristicas biológicas de nuestro
cerebro establecen el espacio de las normas de conducta que nos
son posible aprender y seguir. Ese principio, defendido en la
llamada "segunda sociobiología" (Lumsden & Wilson,
1983) sigue de cerca otras propuestas anteriores al estilo de la
de Waddington de los paisajes epigenéticos. Implica que,
si bien la soluciones culturales son contingentes y tienen
carácter histórico, se mueven dentro de unos
límites estrechos de posibilidades marcadas por la
naturaleza humana. Todos tendemos a valorar ciertas cosas
en detrimento de otras y los valores asegurados por medio de
nuestras normas de conducta describen (en gran medida) nuestras
aptitudes morales naturales: valoramos aquello que admite el
margen de nuestra limitada capacidad para aprender a
valorarlo.

En contra de lo establecido por el modelo del Homo
aeconomicus
, lo que nos incita a comportarnos moral y
jurídicamente no es el cálculo deliberado que duda
entre las posibilidades de obtener cierto beneficio al incumplir
una norma establecida y el riesgo que se corre al ser
descubiertos y castigados por ello. Tampoco funcionamos mediante
una adhesión consciente a normas racionalmente analizadas
y aceptadas. Entran en juego más bien ciertas intuiciones
o sentimientos morales, y lo hacen de un modo subrepticio,
espontáneo, sin darnos apenas cuenta de ello:
empatía, remordimiento, vergüenza, humildad, sentido
del honor, prestigio, compasión,
compañerismo.

Como hemos puesto de manifiesto, tales intuiciones se
asientan en predisposiciones innatas de nuestra arquitectura
cognitiva para el aprendizaje y manipulación de
determinadas capacidades sociales inherentes a la biología del cerebro,
capacidades que han ido apareciendo a lo largo de la
evolución de nuestros antepasados homínidos para
evitar o prevenir los conflictos de intereses que surgen de la
vida en grupo. Son estos rasgos, que podríamos llamar
tendencias más que características, lo que mejor
puede ilustrar los orígenes y la actualidad del
comportamiento moral y jurídico del hombre.

De hecho, si los hombres se juntan y viven en sociedad
es porque sólo de ese modo pueden sobrevivir. Se han
desarrollado por tal vía valores sociales
específicos: el sentimiento de pertenencia y lealtad para
con el grupo y sus miembros; el respeto de la
vida y la propiedad; el
altruísmo; la empatía; la anticipación de
las consecuencias de las acciones… Se trata de prácticas
que aparecen de manera necesaria en el transcurso de la vida
común dando más tarde lugar a los conceptos de
justicia, de moral, de derecho, de deber, de responsabilidad, de libertad, de
igualdad, de dignidad, de
culpa, de seguridad y de traición, entre tantos
otros.

Por consiguiente, y pese al hecho de que la tendencia a
la separación entre lo material y lo espiritual ha llevado
a que se absolutizen algunos de esos valores
–alejándolos de sus orígenes y de las razones
específicas que los han generado y presentándolos
como entidades trascendentes más allá de los
propios seres humanos—, la ética y el
derecho sólo adquieren una base segura cuando se vinculan
a nuestra arquitectura cognitiva estructurada en módulos o
dominios específicos, es decir, a partir de la naturaleza
humana fundamentada en la herencia genética y
desarrollada en un entorno cultural. Podría decirse, pues,
que los códigos de la especie humana son una consecuencia
peculiar de nuestra propia humanidad, y que ésta, a su
vez, "constituye el fundamento de toda la unidad cultural"
(Maturana, 2002).

El proyecto
axiológico y normativo de una comunidad ética no es
más que un artefacto cultural manufacturado y utilizado
para posibilitar la supervivencia, el éxito reproductivo y
la vida en grupo de los indivíduos. Sirve para expresar (y
a menudo para controlar y/o manipular) nuestras intuiciones y
nuestras emociones morales, traduciendo y componiendo en
fórmulas socio-adaptativas de convivencia la instintiva
aspiración de la justicia que nos mueve en el curso de la
historia evolutiva propia de nuestra especie. De ahí que
las normas jurídicas dicten las practicas sexuales,
fomenten ciertos tipos de vínculos sociales relacionales
en detrimiento de otros, regulen la libertad y la igualdad y
prohiban —en determinadas circunstancias— la
agresión y la violencia.

Parece ineludible aceptar el hecho de que somos el
resultado de dos procesos diferentes, cuya confluencia, si
podemos decirlo así, nos constituye como humanos: un
proceso biológico de hominización (la suma
de mutaciones, recombinaciones y selección natural por lo
que el Homo sapiens se distingue de las especies de que
desciende) y un proceso histórico de
humanización (por lo que se añaden otras
claves diferentes a las puramente biológicas: reglas,
moral, lenguaje, cultura, civilización…). Los dos
procesos son a menudo contrapuestos como distintos e incluso
antagónicos; sirva como ejemplo el de la postura de von
Hayek ya mencionada antes contra la "función propia" del
ser humano.

Es probable, no obstante, que esa traducción de la oposición
clásica nature/culture proceda de un
equívoco: el de que las construcciones culturales
históricas y los acontecimientos de evolución
biológica son procesos independientes entre sí. Una
negación interesante de ese supuesto aislamiento entre
naturaleza y cultura, sostenida por la segunda
sociobiología, plantea la aparición tanto de la
naturaleza humana como de las expresiones culturales de los
valores de cohesión del grupo por medio de un modelo
coevolutivo y coordinado de evolución entre los genes y la
cultura (Lumsden & Wilson, 1981). El modelo de
coevolución sostiene por ejemplo, que las representaciones
culturales normativas relacionadas con asuntos de sexo, familia y poder
desatan fuertes reacciones y son más prósperas en
terminos de "replicación genética" porque tienen
que ver con aspectos de suma importancia de nuestro pasado
evolutivo (Brodie, 1996).

Ir más allá del modelo teórico
sostenido con un fuerte aparato matemático por Lumsden y
Wilson no es fácil. ¿Cómo se podría
comprobar el efecto empírico de la presencia de relaciones
sociales en la fertilidad de un grupo de Australopithecus,
por ejemplo? Pero aunque se trate de una hipótesis
especulativa, tiene sentido el guión evolutivo de unos
seres que, a partir de las pequeñas bandas de entre 70 y
150 cazadores—recolectores ubicados en la sabana, cuya
supervivencia dependía de forma estrecha del mantenimiento
de la cohesión social, llegaron a multiplicarse y
concentrarse progresivamente: primero en pequeñas ciudades
y, más tarde, en grandes naciones hasta tender a
transformarse en una "sociedad global". Es ése de hecho,
salvando las distancias, el mismo esquema que condujo al gran
ideal de "ciudadania universal" propio de los ilustrados Kant y Goethe y
que, por cierto, dista mucho del proceso de globalización neoliberal de nuestra
época.

En cualquier caso el fenómeno viene
acompañado de un aumento acelerado tanto del conocimiento
como de la complejidad de los vínculos y las estructuras
sociales –en particular por lo que hace a los sistemas de
información y de comunicación existentes entre
los miembros de nuestra especie—, cosa que permite una
interacción mucho más rápida y más
amplia dentro de los grupos
sociales y, a la vez, exige un incremento sustancial de las
normas integradoras de la acción común. Al final,
como ya se ha dicho antes, el progresivo aumento de la
complejidad del intercambio recíproco exigió (y
continúa exigiendo) una estrategia adaptativa basada en
una capacidad para predecir las conductas cada vez más
sofisticada.

Así llegamos a las leyes humanas,
esa herramienta cultural e institucional "ciega", virtualmente
neutra y con potencial capacidad vinculante para predecir y
regular el comportamiento
humano cualquiera que sea su naturaleza o grado de
imperatividad. Parece razonable suponer que, igual que sucede
ahora, en todas las sociedades humanas existieron de continuo
normas para el ejercicio de los derechos (aunque
éstos fuesen en ocasiones muy precarios) por parte de los
miembros del grupo. Normas capaces de sentar las reglas de
convivencia respecto del poder, la distribuición y el uso
de la propiedad, la estructura de la familia o
de alguna otra entidad comunitaria, la distribución del trabajo y la
regulación de los cambios en general. Normas que,
destinadas a resolver determinados problemas adaptativos, plasman
en el entorno colectivo e históricamente condicionado
nuestra capacidad y necesidad innatas de predecir el
comportamiento de los demás y de justificar nuestras
acciones.

Tal como parece haber ocurrido con la propia
evolución biológica, el proceso de evolución
de las normas no tiene lugar de manera lineal sino por medio de
ensayos y
errores. Los humanos se caracterizan por ensayar distintas
soluciones normativas y adoptar las que les parece más
eficaces en determinado momento, hasta que se sustituyen por
otras. En la medida en que la flexibilidad de la conducta humana y
la diversidad de las representaciones culturales son, aunque
limitadas, amplias y, por otro lado, dado que las alteraciones
culturales se pueden transmitir con gran rapidez y eficacia, el
proceso de la evolución normativa se encuentra sujeto a
profundos sobresaltos y equívocos e incluso, a veces, a
retrocesos significativos. Es ésa, quizá, la
explicación evolucionista mejor de las llamadas leyes
injustas. Nuestros vínculos sociales relacionales son,
como resulta difícil negar, deficientes y nuestra
capacidad de predicción y de anticipación de las
consecuencias de las acciones dista mucho de ser perfecta, pero
es en cualquier caso mejor que nada.

Sin normas, no habríamos evolucionado; no al
menos en la forma en que lo hicimos. Pero disponemos del Derecho
y, con él, promovemos en unos grupos tan complejos como
son los humanos aquellos medios
necesarios para controlar y predecir las acciones malas y buenas,
para justificar los comportamientos colectivos y, lo que es
más importante, para articular, combinar y establecer
límites sobre los cuatro modelos elementales de
vínculos sociales relacionales —comunidad,
autoridad, proporcionalidad e igualdad. Gracias al universo
jurídico, plasmado en último término en
códigos explícitos, los seres humanos conseguimos
en la interacción propia de la estructura social un
reparto (al que cabría llamar, con las cautelas necesarias
acerca del concepto,"consensuado") de los derechos y deberes que
surgen en la vida comunitaria.

7.
Consecuencias de la concepción evolutiva del
Derecho

Los primeros homínidos aparecieron como simios
africanos en un entorno que ha sido bien identificado tanto en el
valle del Rift como en Sudáfrica como propio del bosque
tropical (Rayner, Moon, & Masters, 1993; WoldeGabriel et al.,
1994). Con la bipedia como rasgo distintivo, millones de
años después nuestros antecesores se convirtieron
en colonizadores de las sabanas abiertas africanas en un proceso
que coincide con la aparición de las primeras industrias
líticas y los primeros ejemplares del género
humano, es decir, Homo habilis y su cultura
olduvaiense(Leakey, Tobias, & Napier, 1964). Un panorama
así indica que las primeras transformaciones evolutivas
fijadas por la selección natural tuvieron lugar en unas
circunstancias ecológicas y culturales muy distintas de
las que vemos ahora. Pero fue entonces cuando comenzó a
formarse una mente dotada de módulos que procesan todo el
contenido cognitivo pertinente para la adaptación en
grupo.

Resulta imposible fijar un origen del Derecho, ni aun si
lo entendemos de la manera más amplia y flexible
imaginable. Pero hemos sostenido que ese origen tiene que ver con
un desafio adaptativo que los seres humanos tuvieron que
afrontar: un desafio que nació de la necesidad humana de
entender y valorar el comportamiento de sus congéneres, de
responder a él, de predecirlo y de manipularlo y, a partir
de eso, de establecer y regular las más complejas
relaciones de la vida en grupo. Otras especies como las de los
chimpancés tienen presiones selectivas muy similares y,
aun así, no han desarrollado nuestros sistemas de normas
establecidos a través de códigos explícitos.
Caben pocas dudas, pues, acerca del carácter único
del Derecho como herramienta destinada a resolver conflictos
grupales. Pero el carácter distintivo no significa que el
derecho se vea libre de cualquier tipo de huella que proviene de
las circunstancias específicas en que se produjo la
evolución coordinada del cerebro humano, de los grupos de
homínidos y de sus soluciones culturales.

Los sentimientos morales derivan de nuestra arquitectura
cognitiva innata y los códigos éticos y
jurídicos, a su vez, surgieron como productos de la
interacción de la biología y la cultura. Pero es
importante entender que se trata de un proceso de influencias
mutuas, de tal forma que las primeras expresiones normativas
debieron cambiar el propio entorno de desarrollo de la
inteligencia social. Entendidas así, las leyes no son
simplemente un conjunto de reglas habladas, escritas o
formalizadas que las personas siguen. Representan la
formalización de reglas comportamentales, sobre las cuales
un alto porcentaje de personas concuerda. Reflejan las
inclinaciones del comportamiento y ofrecen beneficios potenciales
aquellos que las siguen. Cuando las personas no reconocen esos
beneficios potenciales las leyes son, con frecuencia, no
sólo ignoradas o desobedecidas sino que su cumplimiento se
queda condicionado a la autoridad que les imponen por medio de la
"fuerza bruta" (Margaret Gruter, 1991).

De la misma forma, formulamos juicios de valor sobre lo
justo y lo injusto no por razones de cálculo, como
expresan la teoría de los juegos y la
teoría de la interpretación jurídica, sino porque
estamos dotados de ciertas intuiciones morales innatas y de
determinados estímulos emocionales que caracterizan la
sensibilidad humana y que permiten que nos conectemos
potencialmente con los demás seres humanos. De ahí
que las virtudes de la tolerancia, de la
compasión y de la justicia no sean formulas políticas
que nos esforzamos por alcanzar sino compromisos que asumimos y
esperamos que otros asuman. El Derecho, si lo entendemos
más allá de la expresión formal de los
códigos, no es un constructo intelectual. Apareció
como parte de nuestra naturaleza a partir de un largo y tortuoso
proceso coevolutivo y, para comprenderlo, debemos mirar hacia
dentro: hacia la forma como el conjunto mente/cerebro procesa los
instintos y las predisposiciones que permiten crear y explotar
los vínculos sociales relacionales allí existentes
y cuya génesis deberá entonces ser reintegrada en
la historia evolutiva propia de nuestra especie.

Si era inevitable que Hobbes y
Rousseau
carecieran de una perspectiva evolucionista, es menos perdonable
que algunos de sus descendente intelectuales
también carezcan de ella. El filósofo John Rawls
—aunque a la hora de tratar el problema de la estabilidad
de los principios de
justicia parta del supuesto de que ciertos principios
psicológicos evolucionados son ciertos, al menos de forma
aproximada— nos pide que imaginemos seres racionales que se
juntan para crear una sociedad a partir de la nada, tal y como
Rousseau imaginó un proto-humano solitario y
autosuficiente. Es cierto que se trata de experimentos
intelectuales pero ¿se basan en planteamientos razonables?
No parece que sea así. Hablar de un punto de partida
previo a la sociedad es absurdo. Los grupos humanos actuales
nacieron a partir de grupos de Homo erectus, y
éstos a partir de grupos de Australopithecus, y
éstos, a su vez, de antepasados comunes a los humanos y
chimpancés que eran de manera probable unos animales con
una cierta vida social.

Siendo así cabe defender que entre el mundo del
"ser" y el mundo del "deber-ser" existe una manifiesta e intima
relación, razón suficiente para considerar nuestra
facultad ética como un análogo de otras facultades
mentales. Admitir que la difusión
dominio-específica de los vínculos de comunidad,
proporcionalidad, autoridad e igualdad se da porque está
incorporada de forma necesaria en nuestra arquitectura cognitiva
(constituyendo vínculos que subyacen a los rasgos
universales de la cultura), es el camino más seguro para
descubrir el fundamento de las vías jurídicas de
explicación y articulación de la conducta social
humana y de los vínculos sociales relacionales. Una vez
que se admite que todo el Derecho tiene caracter relacional, y
toda la relación jurídica reside, en ultimo
análisis, en una relación social —por tanto,
en uno de los cuatro modelos elementales de vínculos
sociales relacionales establecidos por el hombre, los
cuales, a su vez, tienen siempre al individuo como sujeto
—, la función y finalidad del discurso
jurídico consiste tanto en la articulación
combinada de los referidos vínculos sociales relacionales
como en el deber de todo operador jurídico de actuar en
razón de la persona y para la persona
humana.

Por decirlo de otra manera, el Derecho no es más
ni menos que una estrategia socio-adaptativa – cada vez
más compleja, pero siempre insuficiente– empleada
para articular por medio de actos que son calificados como
"valiosos" los vínculos sociales relacionales a
través de los que los humanos construimos sistemas
aceptables de interacción y estructuración social.
Un artefacto así conduce —o debería
conducir— a diseñar un modelo normativo e
institucional que evite, en un entorno social colmado de
asimetrías y desigualdades, la dominación y la
interferencia arbitrarias, garantizando una cierta igualdad
material, y, en último término, estimulando y
asegurando la titularidad y el ejercicio de derechos (y el
cumplimiento de deberes) de todo punto inalienables y que
habilitan de forma pública la existencia de los ciudadanos
como individuos plenamente libres.

8. Del
derecho "natural" al derecho positivo

La tarea del jurista-interprete es la de dar "vida
hermenéutica" al derecho positivo
derivado de una concepción así. Un error
común de las interpretaciones naturalistas del Derecho
—ya sean de origen trascendente o darwiniano—
consiste en entender que la naturaleza humana contiene lo que
podríamos llamar el "producto final" del derecho. Rara vez
se plantea así, pero se trata de una conclusión
necesaria siempre que planteemos la determinación de la
conducta moral y de los juicios éticos respecto de
instancias supraindividuales, ya sean de orden genético o
teológico. Si la naturaleza conduce de manera necesaria
hacia un "sentido moral" preciso, entonces esa condicion moral
viene garantizada sin necesidad alguna de acción
individual.

Los modelos interaccionistas que hemos ido glosando y
defendiendo niegan esa dependencia. El dominio de las
preferencias humanas es, como ya hemos dicho tantas veces, el
resultado de una maduración dentro de un grupo social y
con arreglo a acontecimientos históricos,
maduración que conduce desde las constricciones generales
para la percepción y el almacenamiento de las
representaciones cognitivas al repertorio final —y muy
plástico— de los patrones de
actividad de nuestro cerebro de los que emerge nuestra
conducta.

La naturaleza humana impone lo que podríamos
llamar las "reglas del juego" pero no el resultado final. Lo
más significativo, no obstante, de la aproximación
naturalista es la posibilidad de fijar, dentro de esas reglas del
juego, ciertos valores de alto rango que se deducen del
carácter del Derecho como instrumento para la convivencia
social. Por mucho que la diversidad cultural y la facilidad de la
aculturación permitan imponer de partida casi cualquier
regla jurídica —y la Historia nos muestra todo un
catálogo de propuestas que llevan a situaciones
monstruosas— las reglas "aberrantes" son en el fondo
contrarias a las intuiciones morales fijadas por selección
natural. Pese a su enfoque no evolucionista, la Teoría de
la Justicia de Rawls se basa en ese supuesto. El ser humano
dispone de un sistema de calificación moral que le permite
calificar como "buenas" no cualesquiera de las acciones que se
propongan sino unas muy concretas: aquellas en las que "bueno"
significa "bueno para todos" (Tugendhat, 1979). Eso no quiere
decir que el ideal de "bueno para todos" se haya cumplido
siempre, y ni siquiera se desprende que vaya a cumplirse alguna
vez. Pero establece una línea de progreso moral: la que
está ligada a la extensión cada vez mayor del grupo
al que le cabe la calificación de "todos". Si en la
época aristotélica la doctrina moral no
incluía más que a los ciudadanos, y en los debates
de Putney Bridge se dio categoría de tales incluso a los
que carecen de bienes, ha
hecho falta llegar al siglo XX para que dentro de "todos" quepa
—al menos en algunos países— la mitad de la
humanidad: la que tiene sexo femenino. Una línea de
progreso intuida alrededor del concepto universalizable de
"bueno" apuesta, por ejemplo, por el intento de evitar o
disminuir la miseria y la infelicidad humana (que no se produzca
sufrimiento cuando sea posible prevenirlo, y que el sufrimiento
inevitable se minimice y afecte con moderación a los
miembros individuales de la sociedad, a los
ciudadanos).

En efecto, el éxito o fracaso de la humanidad
depende en gran medida del modo como las instituciones
que gobiernan la vida pública sean capaces de incorporar
la perspectiva de la naturaleza humana en princípios,
métodos y
leyes. Comprender la naturaleza humana, su limitada racionalidad,
sus emociones y sus sentimientos parece ser el mejor camino para
que se pueda formular un diseño
institucional y normativo que, reduciendo el sufrimiento humano,
permita a cada uno convivir ( a vivir con el otro) en la
búsqueda de una humanidad común.

Esto significa, en términos modestos y más
realistas, un compromiso específico y virtuoso —en
el sentido de la virtù de Maquiavelo— del operador del Derecho a la
hora de definir y constituir diseños institucionales,
normativos, discursivos y socio-culturales lo más
próximos posibles a las funciones propias de nuestras
intuiciones y emociones morales. Y, cuando eso no sea enteramente
posible, que se defiendan diseños institucionales,
normativos, discursivos y socio-culturales opuestos a la siempre
posible manipulación perversa de esas intuiciones y
emociones. El modelo institucional que mejor refleja, entre todos
los que conocemos, el ideal de ese derecho generado mediante una
interacción evolutiva de la naturaleza biológica y
la cultura es el de la república democrática
defendida por la
Ilustración. Y no sólo porque la
tradición republicana sea capaz de reconocer la pluralidad
de las motivaciones de la vida social humana —cosa que
supone ya una notable ventaja de partida respecto del monismo
motivacional de la tradición liberal—, sino porque
su peculiar talante de modelo ético-político
abierto aporta valores de ciudadanía y de metodología jurídico-política
útiles para entender la ley como un
instrumento de construcción social y, muy en especial,
para asimilar los cambios formales y materiales del
proceso de la toma de decisiones dentro de la dinámica
fluida del "mundo de la vida cotidiana".

Estamos convencidos de que ha llegado el momento de
trasladar el problema del Derecho a un plano distinto y
más fructífero. Y aunque una perspectiva
evolucionista, funcional y biológica no pueda determinar
si ese cambio es adecuado ni qué medidas deben ser
adoptadas para crear, en caso de optar por ella, una deseable
mutación, seguramente podrá servir para informar
sobre cuestiones de relevancia práctica. Quien opera el
Derecho puede actuar en consonancia con la naturaleza humana o
bien en contra de ella, pero es más probable que obtenga
soluciones eficaces (consentidas y controlables) modificando el
ambiente en que se desarrolla la naturaleza humana que
empeñandose en la tarea imposible de alterar por esa
vía nuestra naturaleza. Dicho de otro modo, es el Derecho
el que ha de servir a la naturaleza humana y no al
contrario.

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Atahualpa Fernandez

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